Melancholic peronism, parte 1: Néstor Kirchner fue neoliberal (2003-2010) (2024)

Melancholic peronism, parte 1: Néstor Kirchner fue neoliberal (2003-2010) (1)

En el medio de un complejo 2002 nunca estuvo claro que la Argentina iba a suturar el ciclo neoliberal de la década de los ‘90 -para reiniciarlo con más fuerza- con la aguja ornamentada de la clase media y su recurrente proyecto de derrota política y cultural que, aún a pesar de haber fracasado melancólicamente con la Alianza, todavía se sentía con derecho a gobernar el país en virtud de la narrativa heroica que había hecho de sí mismo y de su participación en los eventos de 2001 desde sus órganos mediáticos oficiales -Clarín, Página/12- y a través de sus intelectuales orgánicos -José Pablo Feinman, Mario Wainfeld. Estos habían borrado deliberadamente el rol primordial que habían jugado los sectores populares durante el 19 y 20 de diciembre para narrar la crisis como un “17 de octubre de la clase media”, entendido, como cuenta Adamovsky, bajo “la promesa de restaurar la unidad de la nación”, una promesa que se presentaba como la posibilidad de deshacer de una vez por todas el hechizo plebeyo que había surgido en 1945 y que había reeditado las divisiones históricas del tejido social argentino de forma perenne.

El hecho de sangre que decantó la fragil balanza de la gobernabilidad nacional de vuelta para el lado del neoliberalismo fue el asesinato deliberado de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, dos jovenes militantes del movimiento de desocupados, a manos de la Policía Bonaerense. Este desgraciado hecho termina de debilitar la posición de Duhalde, lo fuerza a adelantar las elecciones y a autoexcluirse del proceso eleccionario, obturando la posibilidad de dar una salida argentina al neoliberalismo por derecha; es decir, de alumbrar un trumpismo 15 años antes de Trump, aunque en serio y mejor: un modelo desarrollista, industrialista, mercadointernista y católico -algo que en realidad ni siquiera Trump encarnó sino como un espejismo en la mente de sus fans fuera de USA. Hay que entender, en este sentido, que la crisis del 2001 anticipa en la Argentina la crisis global del neoliberalismo en 2008, porque siempre nuestro país es un espejo deformado (a veces retro, a veces futurista, a veces ambas cosas combinadas) de lo que pasa o va a pasar en occidente.

Algunas cosas quedaron, sin embargo, de ese proyecto germinal. A pesar de su idiosincrasia política mutante (ultrarenovador en los ‘80, creador de uno de los aparatos políticos más potentes en la provincia de Buenos Aires, anti-menemista temprano y uno de los primeros en oponerse a la convertibilidad en los ‘90), Duhalde mantuvo sus convicciones productivistas siempre. En su joya de la literatura argentina, Memorias del incendio (2003), cuenta que fue él quien proveyó la plataforma de campaña a la fórmula presidencial en el ‘89 bajo la consigna de la “revolución productiva”, de la cual “solo quedó una burla que fue creciendo a medida que el modelo neocolonial comenzó a agotarse. Un viejo militante del barrio de Villa Albertina de Lomas lo sintetizó un día ante un grupo de compañeros: ‘Creíamos que el Turco era el nieto de Facundo Quiroga y resultó ser el hijo de Rockefeller’”. Duhalde, en medio de las discusiones que desató la crisis fue el gran defensor de la posición devaluacionista frente a los que proponían la dolarización definitiva de la economía (Broda, Melconian, Lopez Murphy, etc). Este triunfo valiosísimo, que habilitó las condiciones del posterior crecimiento de la economía, y que incluso sostuvo la expansión por muchos años aún a pesar de los desajustes macro que empezaron de forma temprana, post-2005, además de sostener la soberanía del país, se reveló sin embargo insuficiente en el largo plazo para fundar un nuevo ciclo de acumulación genuinamente renovador.

En ese momento la Argentina -y el peronismo- se encontraban en un estado de máxima fragilidad. Lo que los politólogos llaman “crisis de representación” y que las izquierdas voluntaristas imaginaban, en ese momento, como una “situación pre-revolucionaria”. El viejo sueño del bipartidismo argentino que habían soñado los intelectuales orgánicos de la nueva democracia neoliberal -dos partidos que se distanciaran estéticamente pero que continuaran las grandes políticas del Estado en lo político, económico y en las relaciones internacionales- se encontraba esquirlado -aunque nunca muerto-: cinco candidatos, todos con chances, se presentaron a la contienda en 2003. Tres por el peronismo: Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saa y Néstor Kirchner.

Néstor fue el tercer o cuarto candidato en el orden de preferencias de Duhalde. El primero, el que mejor daba la talla en términos electorales, era el entonces gobernador Carlos Reutemann. Pero el Lole se bajó de esa carrera alegando que “vio algo que no le gustó”, una frase sobre la que se especuló mucho durante esos meses. Lo más probable, sin embargo, es que no haya visto nada excepto a sí mismo. Reutemann carecía de la imaginación para pensar por fuera de la literalidad del modelo que en ese momento estallaba en todo el país. Esa falta de coraje, que paradójicamente diez años después tomaría el cuerpo de todo el peronismo neoliberal, paralizándolo, ya se encontraba cifrada en ese renunciamiento parco. El segundo candidato era De la Sota, aunque media muy poco en las encuestas. El tercero era Mauricio Macri.

La política: frepasismo utópico

Obligado a refundar el orden político, Kirchner no miró a Juan Domingo Perón sino que retomó las líneas fundamentales del proyecto democrático alfonsinista y la sensibilidad política antimenemista que había consolidado el Frepaso. La pretensión de “ser un país normal”, de clase media, se filtró por debajo de los escombros de su propio colapso. El sentido final de su proyecto fue reconstruir una institucionalidad “que funcione”, amparado en un patrón de crecimiento post-convertibilidad, con los derechos humanos en el centro y subordinando al partido que, como una proyección fantasmal del sindicalismo en los ‘80, se presentaba en esta nueva etapa como el componente anti-democrático del movimiento.

En una entrevista del 17 de Agosto de 2002, en un programa de la provincia de Santa Fe llamado Hoy & Mañana -uno de esos programas que ya no existen, donde el set simula ser un cafetín- Néstor da definiciones como candidato ante la pregunta por las alianzas históricas que han animado al peronismo (gobernadores, empresarios, sindicatos, etc). Vale la pena citar en extenso: “No, yo creo que hay una nueva categoría, el ciudadano. En la terminología liberal clásica esta es una categoría liberal, pero yo digo que, ante el fracaso de las corporaciones, ha nacido, se ha desprendido, la gente ha tomado un sentido de individualidad, hoy ya no hay, en general, pensamientos hom*ogéneos”. Y más adelante: “No es indispensable construir estos esquemas, estos dispositivos de alianzas de empresarios, sindicatos. Y fíjese que esto se viene dando en la Argentina desde el ’83. El triunfo de Alfonsin fue por encima de las corporaciones. El triunfo de Menem fue por encima de las corporaciones, aunque después haya pactado con las corporaciones. Y el triunfo de De la Rúa fue también por encima de las corporaciones. (…) Hay que reconstruir al capitalismo argentino desde otras categorías de funcionamiento: ONGs, organizaciones libres del pueblo, hay mil formas de organización que se ha dado la gente distintas a las tradicionales de las corporaciones. Esto se percibe. A mi me han llevado a dar charlas a la Provincia de Buenos Aires ONGs. Pero masivas. Convocando más gente que las corporaciones y más gente que los propios partidos.”

Este componente corporativo, que Néstor Kirchner llamaba “pejotismo” (“la deformación a la que llevó Menem al Partido Justicialista: un aparato de poder vaciado de contenido, sin ideas”) fue reemplazado por la “transversalidad”, una estrategia de apertura que incorporó cuadros, sectores de partidos y movimientos sociales del difuso espectro del progresismo a las estructuras del justicialismo. Mario Wainfeld escribiría, en El tipo que supo, que Néstor “dejó a un lado o minimizó la simbología, hasta la entonación de la marcha en varios actos (...) Kirchner aspiraba a conformar un frente nuevo, cuya base peronista se compensara con los aliados. Al unísono. Una identidad diferente, aggiornada”. Esta convocatoria buscó, desde muy temprano, atraer tanto a figuras de partidos tradicionales como emergentes de los años de crisis, en un triple sentido: como táctica electoral, como construcción de poder propio y como consolidación de un espacio ideológico y sentimental afín.

En esa primera ola de la transversalidad se incorporaron intendentes como Luis Juez, que ofrecía un valorado contrapunto contra el gobernador De la Sota, Hermes Binner, uno de los pocos exponentes exitosos del Partido Socialista, y Aníbal Ibarra en CABA, junto con muchos otros dirigentes provenientes del Frepaso, ya mencionados: Nilda Garré en el Ministerio de Defensa o Graciela Ocaña en el PAMI, una caja tradicionalmente reservada a la crema del partido que en este caso se ofreció a una persona de afuera bajo un misterioso argumento de transparencia institucional. Todos ellos terminarían siendo opositores férreos al peronismo.

De la misma manera, el temprano kirchnerismo estableció puentes con los movimientos sociales. En un artículo del 3 de Agosto de 2003, publicado en Página/12, Luis D’Elia ya decía que “mientras el Presidente siga así, somos kirchneristas”. Pérsico (del MTD-Evita) y Gabriel Fernández (del MTD-Resistir y Vencer) se mostraban un poco más lejanos, aunque no totalmente en contra (“Aclare que no somos kirchneristas. Ni antikirchneristas tampoco”). Todos habían participado en el homenaje a Eva Perón del 26 de Julio y ocuparían posteriormente cargos durante el gobierno o en el partido, lo que consolidará el vínculo con estos referentes. Estos, en cambio, sí se mantendrían en líneas generales, leales.

Isidro Cheresky afirmaba ya en 2003 que “la transversalidad porta una pretensión de instituir eventualmente un nuevo clivaje que reorganice políticamente a la sociedad argentina. El proyecto reformista del Presidente Kirchner parece necesitar y a la vez fomentar en cierta medida la descomposición de los partidos tradicionales, y en particular del peronismo.” En 2004, en el Encuentro de la Militancia de Parque Norte, se dio inicio al proyecto transversal que implicaba el asesinato simbólico del duhaldismo, que en ese momento era el eje articulador de los sectores tradicionales del peronismo. Esta fase finalizó en las legislativas del 2005, cuando la lista del recientemente lanzado sello del Frente para la Victoria, encabezado por Cristina, derrotó en la Provincia de Buenos Aires a la lista encabezada por Chiche Duhalde. El kirchnerismo jugó en esas elecciones una estrategia “selectivamente fragmentada” para capturar parte del voto duhaldista mediante alianzas estratégicas con intendentes (48 de los 76 intendentes peronistas) más el gobernador, Felipe Solá, e hizo hincapié en el discurso de la transversalidad para sumar votos de la centro-izquierda no peronista.

El 21 de mayo de 2006, en una entrevista en Página/12, Néstor Kirchner definió su “diferencia específica” ideológica: “Estamos construyendo un espacio político. Algunos hablan de concertación, otros de construcción amplia, otros de vocación frentista. En la etapa que viene en el 2007, más allá de quien vaya como candidato a presidente, la construcción que le debemos ofrecer a la sociedad argentina debe ser amplia, plural, que tenga proyección estratégica y sea un marco superador de lo que se ha construido hasta ahora. (…) Siempre digo, la gran virtud del Frepaso en los años finales de los ’90 fue construir la alianza grande que les permitió llegar al gobierno, siendo oposición. En ese caso, más allá de las circunstancias que le tocaron vivir, mucho tuvo que ver el Chacho en esa construcción. En esta etapa, en esto sí que voy a ayudar, hay que construir una concertación absolutamente amplia, que le de pluralidad y la posibilidad de generar un espacio para cualificar definitivamente la construcción de una alternativa estratégica en la Argentina.”

Como parte central de su estrategia de refundación política, Kirchner buscó superar el eterno clivaje peronismo-antiperonismo a través de la conformación de un frente electoral, cultural e ideológicamente plantado en la centro-izquierda. Ese gran éxito se llamó la Concertación Plural y llevó triunfalmente a Julio C. Cobos como vicepresidente de Cristina Kirchner en la fórmula presidencial de 2007. La Concertación absorbería en alianza a partidos menores como el Frente Grande, el Partido Intransigente, sectores del Partido Socialista, la Democracia Cristiana y movimientos sociales, entre otros, y reorganizaría al PJ “como un partido de centro-progresista”.

La contraparte de este sueño bipartidista, eterno anhelo de la normalidad liberal alentado por la “inserción en el mundo”, era la consolidación de una coalición de centro-derecha, que Kirchner alentó abiertamente habilitando el triunfo de Mauricio Macri como intendente de la Ciudad de Buenos Aires al dividir el voto peronista en la primera vuelta entre Filmus y Telerman en las elecciones de 2007. El PRO, ese otro gran hijo de la crisis del 2001, surgió de la convergencia entre Ricardo Lopez Murphy, que había competido en las elecciones presidenciales de 2003, Mauricio Macri, primera minoría en la contienda para intendente de CABA que ganó Aníbal Ibarra ese mismo año, y el publicista Ernesto Savaglio, que le daría la identidad visual y su sensibilidad hipermoderna.

El armado transversal, que en teoría iba a reordenar el campo democrático a la manera de los sistemas avanzados “occidentales”, sin embargo, mostró sus límites muy rápido. El viernes 29 de febrero de 2008, Guillermo Moreno le presentó a Néstor Kirchner la idea de imponer a la soja una retención del 63%, frente a lo que el entonces ministro de economía, Martín Lousteau, preparó una alternativa: un esquema de retenciones móviles que se conoció popularmente como “la 125”.

Guillermo Moreno representaba, en el primer gobierno de Néstor, la voz de un peronismo ortodoxo que intervenía mucho en economía, dialogando primero pero con la amenaza del fuego redentor siempre en el menú. Para el 2007, sin embargo, ya empezaría, imperceptible primero y más cristalino después, a perder su lugar dentro de la coalición oficialista frente a elementos más “progresistas”, lo que daría su lenta conversión en una especie de espectro de las navidades pasadas: el inconsciente de una doctrina cada vez más reprimida y negada. En ese momento, sin embargo, conservaba todavía mucho poder y, de hecho, se ufanaba en los pasillos de haberse cargado a “la piba” (Felisa Miceli) y “al gordo” (Miguel Peirano), los dos débiles titulares del Ministerio de Economía que habían sucedido a Lavagna operando bajo la máxima de “no decir qué hacer sino preguntarle al Presidente qué quiere y mostrarle la mejor opción para lograrlo”.

Lousteau, sin embargo, llegó a la cartera con un perfil ligeramente distinto, señalando el giro “blanco” que Cristina le empezaba a imprimir a su gobierno y que sería la marca de sus gestiones de aquí en adelante. Hijo de Guillermo Lousteau Heguy, funcionario de la Dictadura entre el ‘81 y el ‘82 y actual miembro del think-tank de la CIA Interamerican Institute for Democracy con sede en Miami (del que forman parte algunos operadores que en twitter se muestran usualmente preocupados por nuestro país), Martín era en ese momento -y lo sigue siendo- economista por la San Andrés y había realizado su formación de posgrado en la London School of Economics and Political Science, usina por excelencia del neoliberalismo de izquierda y gran formadora de cuadros para la penetración británica en el Río de la Plata. Tras su regreso a Buenos Aires participó de la Fundación Unidos del Sur, financiada por Francisco de Narváez, y fue co-autor junto con Javier González Fraga del libro Sin Atajos, un manual de economía ortodoxa con un twist cool que le había llamado la atención a Cristina. Luego de eso, se unió al gobierno de Felipe Solá en la Provincia de Buenos Aires, en donde fue Ministro de Producción primero, y Director del Banco Provincia, después.

Por esos años, y como reacción frente a la designación de Lousteau y otros como él en el gobierno, Luis D’Elia escribió una carta abierta premonitoria que íbamos a leer de forma obsesiva titulada “¿Progresismo blanco o nacionalismo popular?”. Ahí realizaba esta descripción de los “progresistas blancos”: “En general, esos tipos eran honestos, sin grandes convicciones, la mayoría de ellos con educación universitaria. Su estética, un tanto ‘escuálida’, en general son flacos, blancos, siempre de corbata, y de fuerte pertenencia cultural de corte pequeñoburguesa (...) Repiten hasta el cansancio que no hay que asustar ni confrontar la derrota citada ‘en autos’, equilibristas expertos, se presentan siempre como alternativistas de centro-izquierda en fastuosas ‘ligas de caretones’, propensas siempre a los cierres por ‘arriba’, lo que explicita un fenomenal desprecio por la participación organizada de la comunidad. Se niegan permanentemente a representar lo sectorial porque ellos, desde su lógica mediática, pretenden abarcar amplios universos a representar. Empezaron luchando contra las privatizaciones de los noventa y se fueron pidiendo el regreso de Cavallo.”

Según cuenta el mito, en agosto de 2007 Lousteau le presentó a Néstor Kirchner y Alberto Fernández, entonces Jefe de Gabinete, un informe donde mostraba que existían altas chances de una crisis financiera global en 2008 y que, para evitarla, Argentina debía modificar su agenda. “El gasto público se va a comer todo el superávit fiscal”, dijo, a lo que Kirchner preguntó: “Decime nene, ¿vos pensás que hay que enfriar la economía?”. El entonces presidente estaba totalmente en contra de la moderación fiscal porque su máxima sagrada era, como describía Wainfeld, gobernar “sin dar malas noticias”.

Se dice también que Néstor Kirchner, en una reunión en Olivos en los inicios del conflicto, le dijo a algunos ministros cercanos: “No se preocupen, nosotros sabemos elegir a los enemigos y siempre ganamos. O es el FMI o nosotros, y ganamos nosotros. Lo mismo pasó con la Corte de Menem, los genocidas y los fondos buitres. Y esta vez es el campo o nosotros.”

La pelea con el campo alrededor de la 125 fue, sin embargo, una derrota en toda la línea con efectos duraderos. El stress al que sometió el conflicto a la coalición política tuvo un triple efecto de realidad sobre las creencias que animaban a ese primer kirchnerismo. Un, digamos, primer desencanto, que sin embargo nunca fue del todo procesado ni por Néstor ni por Cristina, quienes iban a seguir forzando el espectro político para hacerlo coincidir con sus expectativas una y otra vez.

En primer lugar, hizo volar por los aires a la “Concertación”. Esto se dio no solo por el voto “no positivo” de Cobos, sino, y sobre todo, por el rápido corrimiento de los sectores “progresistas” cuya alianza se demostró circunstancial dadas sus convicciones lábiles y su eterna tendencia a evadir el “conflicto populista”. Algo que se observó especialmente en las provincias sojeras, donde el enfrentamiento se tornó más álgido, pero también entre funcionarios que Néstor Kirchner había puesto en posiciones de extrema confianza.

En segundo lugar, demostró que Argentina no era en esa sociedad de “individuos sueltos” que se agrupaban y desagrupaban de forma espontánea en organizaciones contingentes que enlazaban sus reivindicaciones de forma circunstancial y “desestructurada”, sin identidades claras, como pretendía Kirchner. Apenas se recuperó cierta normalidad macroeconómica la sociedad recuperó sus ordenamientos atávicos, que fundamentaron la dinámica que adquirió la pugna: entidades de productores, partidos, sindicatos, etc. El sindicalismo, de hecho, jugó un papel crucial durante el conflicto de 2008 no solo garantizando calle sino ofreciendo capacidad de reacción, algo de lo que el kirchnerismo se aprovechó sin ofrecer, sin embargo, un correlato de reconocimiento simbólico o político acorde. En una entrevista en 2013 Martín Rodríguez lo recordaría diciendo que “yo era militante y hubo que organizar en menos de una semana una movilización a Plaza de Mayo para que hable Cristina. Sin la presencia del sindicalismo de Moyano hubiese sido un desastre. Era un momento en el que no había batalla cultural, no había épica, no había medios, no había nada: había que defender un gobierno que todo el mundo odiaba”.

En este sentido, el conflicto con el “campo” fue muy productivo política y discursivamente, aunque en un sentido opuesto al que el nuevo proyecto de “superación estratégica amplia” del kirchnerismo imaginaba. En tanto habilitó la emergencia de, por primera vez, una oposición al gobierno con capacidad de acción colectiva y articulación política, fuertemente organizada alrededor de una rabiosa identidad anti-peronista -incluso a pesar del peronismo, que continuó fijado en su espejismo de “centro-progresista”. Esta oposición fue in crescendo y demostrando, en lo sucesivo, alta competencia electoral.

Sobre este punto, hay ciertas interpretaciones -por ejemplo, Pablo Semán en su excelente libro Está entre nosotros- que sugieren que el enfrentamiento alrededor de la 125 ofreció ciertas condiciones sociales objetivas que permitieron el reagrupamiento de los elementos neoliberales residuales derrotados tras la crisis del 2001 y reprimidos durante el primer kirchnerismo. Esta interpretación es resultado de cierto voluntarismo cristalizado que insiste en ver en el ciclo de acumulación política 2003-2007 una verdadera ruptura con el “ciclo neoliberal” sin ofrecer para eso muchas razones, económicas o políticas. Más bien, lo que la polarización discursiva que opuso mercado a Estado, producción a consumo y vinculación con el mercado internacional frente al mercado-internismo expresó fue la crisis de un modelo que de tan neoliberal era incapaz de pensar la integración de su población de otra manera que no fuese a través de la distribución de los excedentes.

Un tercer efecto inmediato de la 125 fue que profundizó la condición del PJ como maquinaria territorial-electoral-estatal, otra “consecuencia no deseada” de la neoliberalización de la agenda política del peronismo durante los ’90.

Si bien Néstor Kirchner en 2006 había vuelto a decir que “yo no participo del pejotismo. Pude ser presidente del partido y no lo fui, no lo soy ni lo seré. Pude haberme dedicado a armar una aceitada máquina partidaria y no lo hice”, en 2007 ya había tomado la decisión de ser presidente del PJ y rearmar la “maquinaria”, algo que la contienda con los productores agropecuarios, sumado a la crisis financiera de 2008, aceleró como una manera de contener la proliferación de estrategias individuales dentro del partido debido a la creciente caída en la popularidad del gobierno -algo inédito hasta entonces. El reconocimiento de esta fuga iba a cristalizar en el proceso de reemplazo del movimiento obrero organizado por los intendentes como columna vertebral del movimiento “realmente existente”.

La tensión entre la concertación que moría y el “pejotismo” que renacía -a regañadientes- promovió un tipo de falsa oposición que condicionó en gran parte la percepción del peronismo: si bien el proyecto de “trascendencia de las identidades políticas tradicionales” y la conformación de un partido “moderno” de centro-izquierda recuperaba y proyectaba la sensibilidad neoliberal de la década anterior, lo que en ese momento aparecía como su indeseada alternativa, la “repejotización”, también era una consecuencia del mismo proceso de transformación posmoderna, su contracara pervertida. En el fondo de ambos proyectos -la frepasización cultural o la aparatización definitiva- fijaron los límites permanentes de la imaginación política del kirchnerismo y señalaron la encerrona política del nuevo ciclo. Lo que finalmente prevaleció, en los años posteriores, fue una combinación un poco viscosa de las dos.

Esta tensión se hizo evidente en el discurso de Cristina en el acto de asunción de Néstor como presidente del PJ: “Quiero convocar a la necesaria reconstrucción el sistema político argentino porque es necesario que todos, aún aquellos que tal vez están en las antípodas de nuestro pensamiento, puedan expresarse democráticamente a través de un partido político. Esta comprensión del ejercicio democrático en las diferencias de las ideas, es la que nos va a permitir construir la verdadera calidad institucional que tanto han reclamado y que todos debemos construir por respeto a la democracia, a las instituciones y, por sobre todas las cosas, a la voluntad popular.”

La recomposición del PJ incluyó a Juan Cabandié como Secretario de la Juventud, a Hugo Moyano como Vicepresidente Segundo, a Daniel Scioli como Vicepresidente Primero, a Emilio Pérsico como Secretario de Relación con Organizaciones Sociales, además de a otros gobernadores como Urribarri, Capitanich, Urtubey, Gioja, Jaque, Corpacci y Barrionuevo. El secretariado expresó la tradicional alianza entre gobernadores y sindicatos, sumando a las organizaciones de DDHH y a los Movimientos Sociales. Sin embargo, el discurso de Cristina estuvo en fuerte disonancia con esa recuperación “tradicionalista”, demostrando una preocupación dominante alrededor de los valores democráticos y la consolidación de la institucionalidad y expresando entre líneas que no había olvidado el viejo sueño de un sistema normalizado, bipartidario que replicase el funcionamiento de las democracias representativas “desarrolladas.” Muy atenta a los símbolos, la Presidenta agregaría el término “democrático” a la histórica fórmula “nacional y popular”, como pequeña traza de progresismo neoliberal en el corazón del peronismo.

La economía: neoliberalismo perfeccionado

El retorno al PJ estuvo, en última instancia, directamente vinculado a la imposibilidad de Néstor Kirchner de pensar un modelo de inclusión por fuera de la expansión perpetua del gasto público y la redistribución de excedentes. Esta mentalidad informó la política de aumento en las alícuotas de las retenciones a las exportaciones que terminó dinamitando la Concertación -con el doble fin de evitar el aumento de precios de los bienes de exportación en las góndolas, pero sobre todo, de recaudar más para subsidiar el consumo- y la implementación de la AUH, que contribuyó a una baja significativa de la pobreza y de la indigencia y fortaleció el mercado interno con el costo de que 2009 fuese el primer año en que la Argentina tuvo déficit fiscal desde el 2002 (-0.6% del PBI, un número que hubiese sido del doble de no ser por los recursos derivados de la estatización de las AFJP), un problema que a partir de ahí se volvería crónico.

El hecho que habilita esta visión fue el reemplazo de Roberto Lavagna por Felisa Miceli al frente del Ministerio de Economía en noviembre de 2005, en el momento en que la expansión de la economía ya había desandado el camino de destrucción provocada por la crisis del 2001 y la matriz productiva argentina se enfrentaba a los problemas críticos que no iba a resolver por los siguientes 20 años por un progresivo e inexplicable proceso de sobreideologización de la política económica, algo que Cristina narraba de forma orgullosa cuando repetía en sus discursos la frase de Alfredo Zaiat que por esos años había definido al kirchnerismo como “un proyecto político con objetivos económicos”.

Entre otros, la inflación ya había empezado a escalar, frente a lo cual se decidió implementar una precaria política de controles de precios en lugar de enfriar, un poco, la economía; la creación de empleo había alcanzado el “núcleo duro de la pobreza”, es decir, ese tercio de “sectores vulnerables cuya inclusión en el mercado laboral chocaba contra obstáculos estructurales”, frente a lo cual se propuso la expansión de los planes sociales y del empleo público; y el déficit energético ya había empezado a escalar, provocando el desfinanciamiento de productores y prestadores de energía, frente a lo cual se decidió no hacer nada para no “polarizar” a la sociedad.

Al hacer un balance de los desafíos económicos del “primer kirchnerismo”, Matías Kulfas menciona en Los tres kirchnerismos (2016, p. 121) como Kirchner se mostró siempre reticente a la planificación de largo plazo porque no quería atosigar a la ciudadanía con planes económicos que prometían “sacrificio presente y prosperidad futura”, algo que en su perspectiva habían hecho todos los gobiernos previos.

Martín Rodríguez escribió, en 2022, que el kirchnerismo es “el modelo duhaldista basado en gobernar el conurbano para gobernar la nación, en aplicar retenciones para sostener políticas sociales, en alimentar la industria que se pueda para darle empleo a los que ‘sobran’, emitir pesos sin el ancla de la convertibilidad. Ponerle un disyuntor a la crisis bajo el mandato único de no estallar: del corralito al cepo, de los ahorristas estafados al país sin ahorro, del excluido al plan.” En palabras de Mayra Arena: “un desarrollismo con salarios bajos, sin punch.” Por supuesto, con Néstor fue el último periodo de la Argentina en que la economía “funcionó”. Sin embargo, el proceso reindustrializador fue relativo, y probablemente inercial, producto de cierta memoria muscular del empresariado nacional antes que alentado desde el Estado -la Ley de Promoción de Inversiones fue único intento consciente del gobierno en este sentido y tuvo un alcance muy limitado.

(Aquí, vale la pena hacer un largo paréntesis teórico: a diferencia de lo que el sentido común cree, especialmente en Argentina, el neoliberalismo es un sistema que promueve no el achicamiento del Estado sino su expansión y un alto grado de intervencionismo, aunque con un sesgo ligeramente diferente al del Estado de Bienestar. Como lo demuestra la economista inglesa Craig Berry -The substitutive state? Neoliberal state interventionism across industrial, housing and private pension policy in the UK (2022)-, el Estado neoliberal “sustituyó” la iniciativa privada en aquellos segmentos del mercado menos rentables, liberándola de la obligación de ofrecer un servicio con capacidad de incorporar a todos. Berry, de hecho, escribe que “una comprensión simplista de la ideología neoliberal afirma que el neoliberalismo favorece a los mercados por sobre la planificación estatal como la principal estrategia de organización económica. Sin embargo, hoy está ampliamente aceptado en la comunidad académica que la intervención estatal a gran escala en la economía capitalista no solo es compatible con el neoliberalismo sino que constituye su característica distintiva (en contraste con, digamos, el liberalismo clásico)”.

Este tipo de complementación “virtuosa” entre mercado y Estado neoliberal, en donde el mercado ocupa las zonas de mejor explotación sin tener que ofrecer opciones de integración comprensivas, y el Estado contiene “abajo” para asegurar la rentabilidad óptima de los privados, de hecho, no solo aseguró el éxito del orden neoliberal durante tantos años sino que le confirió su prestigio como capitalismo posible, “con rostro humano”, frente a una amplia gama de representantes del pensamiento de izquierda que rápidamente cayeron en la fascinación. Lo cierto es que, si el neoliberalismo hubiese sido todo lo que algunos críticos progresistas dicen aún hoy que es (una ideología que promueve el desguace del Estado sin más, por ejemplo) probablemente no hubiese logrado consolidar una hegemonía global de más de 40 años.

En su punto más alto de insolencia, hacia mediados de los ‘90, la gran política global propuesta por el orden neoliberal fue el Salario Básico Universal, algo que continúa incentivando hasta el día de hoy, disfrazado bajo el velo de la imaginación radical de izquierda. La lógica detrás de esto es que el Estado debe hacerse cargo de los cada vez más excluidos que produce el sistema para que, de una vez por todas, las fuerzas productivas del mercado puedan ser emancipadas del último dique moral que les impone la realidad: el hecho de tener que integrar a los sujetos en un modelo productivo que funcione, más o menos, “para todos”. Bien, volvemos.)

Si bien el valor agregado industrial per cápita alcanzó en 2011 un pico comparable al de 1974, el ciclo kirchnerista muestra una industrialización relativa internacional de la Argentina -un indicador que compara la industrialización del país vis-a-vis la industrialización de la economía mundial- prolongando el ciclo de destrucción iniciado por la dictadura. Si en 1971 la Argentina tenía un índice de industrialización de 103% respecto a la economía global, en 2011 era de 62%, por debajo incluso del pico alcanzado durante el menemismo en 1998 (74%). El indicador mejora un poco si excluimos a China del benchmark global, lo que alcanza para mostrar al kirchnerismo tan “industrializador” como el ciclo menemista de 1990-1998, que interrumpió la crisis financiera asiática [1]. En este contexto está claro que la “industrialización” del kirchnerismo implicó no un modelo de desarrollo sino una política social de empleo.

Es cierto que la agenda del gobierno comenzó a considerar los problemas del desarrollo productivo, especialmente a partir del 2007, aunque, como señalan Porta, Santarcángelo y Schteingart, “los procesos de sustitución de importaciones y de promoción de exportaciones no tradicionales fueron acotados, sin más estímulos que los instalados por el nuevo esquema de precios relativos” [2]. Es importante desterrar el mito del sentido industrializador del kirchnerismo porque, si bien hubo un mayor reconocimiento de la ciencia y la tecnología como palancas del desarrollo, este reconocimiento fue más “moral” que productivo, en línea con el mindset progresista del gobierno, mientras que, en la realidad, “la política industrial tuvo más continuidades que rupturas” [3] con los ’90. Otras caracterizaciones del período hablan de un ciclo de hegemonía del capital extractivo minero-agroexportador que subordinó al sector financiero y permitió incrementar la autonomía relativa del Estado aunque sin cambiar estructuralmente la matriz productiva, con lo cual el bloque de sectores dominantes, pese a haberse desplazado temporalmente de la escena política, mantuvo casi intacto su predominio económico [4].

Melancholic peronism, parte 1: Néstor Kirchner fue neoliberal (2003-2010) (2)

Evolución de la pobreza 1974-2023 en GBA (Aglomerados urbanos) - Elaboración basada en data de la EPH. Entre 1974 y 2007 se toma el dato de Octubre. Entre 2005 y 2023 se toma el dato del Segundo Semestre de cada año [5].

Estos ciclos de continuidad de la economía neoliberal se pueden corroborar en el serrucho ascendente de la pobreza, que aunque encontró sucesivamente los ciclos descendentes luego de los picos explosivos que sucedieron a las grandes crisis económicas (hiperinflación, 2001 y la pandemia), siempre fue para establecerse en pisos progresivamente más altos que los anteriores. Así, y más allá de consideraciones técnicas y metodológicas, es perceptible cómo el kirchnerismo, al cabo de 10 años de gran crecimiento económico y hegemonía política, fue incapaz de perforar el piso del 30%.

La política económica bajo la presidencia de Néstor, y luego de Cristina en ese primer ciclo de gran expansión 2003-2010, no fue capaz o no quiso desmontar ninguno de los núcleos fundamentales del modelo de acumulación heredado de los ‘70 y profundizado en los ‘80 y ’90, aunque favoreció algunas rupturas -el sesgo redistributivo de excedentes, por ejemplo-, suficientes como para presentarlo narrativamente como su opuesto sin en realidad serlo. El consumo siguió siendo la fuerza principal que impulsaba el crecimiento económico (en el ciclo 2003-2007 explicaba cerca de la mitad de la expansión, muy parecido la década anterior), señal no solo de su insostenibilidad a largo plazo -eso sería lo de menos- sino, especialmente, de cierta dependencia cultural a un imaginario de clases medias muy arraigado incluso en la sensibilidad de los Kirchner y apenas impactado por el crash de fin de siglo.

Los derechos humanos: la imaginación de la clase media

El prestigio de la clase media, como imaginario triunfante, sería no sólo un valor central para el kirchnerismo sino un leitmotiv estético. Si en los ’90 la hibridación cultural se había dado bajo la figura del “new rich” -un tipo de empresario vinculado al sector financiero o de servicios con las marcas sociales del éxito pero los signos culturales de la cercanía, grasa y gritón- el kirchnerismo lo proyectaría en los 2000 bajo la forma de un emprendedor urbano, del rubro diseño o gastronómico, con una sensibilidad menos estridente pero igual de lábil, que en lugar de bailar gozosamente al ritmo de Ricky Maravilla en los casamientos chetos creería semi-irónicamente en la astrología como forma de acercamiento sacrificial a las formas de la “religiosidad popular” y pondría en su heladera estampitas de Evita como estrategia de reproducción pervertida y estilizada de la devoción de las clases reivindicadas por el peronismo histórico pero materialmente suprimidas en la nueva coalición de “centro-progresista”.

Este gesto, internalizado pero nunca del todo aceptado, sería complementado por la intercepción del repertorio gestual de una banda clave, Los Redondos, usufructuado para sobrecompensar por la via “populista” la frivolidad y el narcisismo inherente a la nueva militancia -quizás hablemos de esto más adelante, si armamos otra entrada del subs dedicada a La Cámpora- pero se volverá especialmente llamativo con posteridad a la muerte de Néstor Kirchner, cuando la ruptura con la pata más tradicional del sindicalismo -una ruptura que se da por cuestiones meramente estéticas- dejaría al kirchnerismo constituido como una especie de “populismo de clases medias” que incluía a los maestros y los empleados estatales de la CTA, a los jóvenes y a una amplia coalición de porteños fashion con escasa organicidad, agrupados en torno a la fetichización del Estado.

Maristella Svampa, en La década kirchnerista: Populismo, clases medias y revolución pasiva, analizó este proceso espiritual en 2013 señalando que “en Argentina lo más destacable es la vocación estelar de las clases medias, su empoderamiento político, en un marco de consolidación generalizada de los grandes actores económicos” al mismo tiempo que las clases populares se veían “asistencializadas y precarizadas”, aunque complementó estas observaciones mencionando que el modelo kirchnerista fue capaz de revelar una concepción pragmática del cambio social y de la construcción de hegemonía, algo que, en mi criterio, la historia concreta del kirchnerismo desmiente.

Hoy está algo de moda entre algunos muy lúcidos analistas afirmar que “el problema del peronismo” es que dejó de ofrecer un proyecto para las clases medias cuando en realidad el verdadero problema es que eso fue todo lo que ofreció, escondiendo u omitiendo los aspectos centrales del trabajo y, centralmente, del trabajo precarizado de la emergente gig economy, que se reprimieron de su discurso político como un espacio de indecencia obscena que debía ser escondido de la opinión pública -y de las políticas públicas- al mismo tiempo que ponía bajo los reflectores y celebraba otros aspectos de la vida antes velados por el decoro.

El correlato institucional más fuerte al rol cultural destacado que adquirió la clase media en la narrativa del período fue sin lugar a dudas la política de derechos humanos, que adquirió una centralidad sin precedentes no solo como una reivindicación personal de Néstor y Cristina sino, y sobre todo, como la justificación teleológica del nuevo orden político que se buscaba refundar. Esta centralidad se adoptó incorporando la narrativa de los crímenes cometidos durante la dictadura cívico-militar de 1976 al mythos de la nación argentina como condición de posibilidad ética y política del sistema democrático.

Recordando los años ’60, Enzo Traverso dice “Durante esos años de peleas en las calles, en los que describíamos el mundo revolucionario levantado en armas, como decía la canción, desde Angola a Palestina, la memoria no era un objeto de culto. Más bien se incorporaba en las luchas rápido, como aprendizaje, o se desechaba”. Pero algo cambió en los ’80: “En Europa, el Holocausto se transformó en el corazón de una memoria colectiva. El antifascismo fue marginalizado del recuerdo público y las víctimas empezaron a ocupar el centro del escenario en el nuevo paisaje conmemorativo. El legado del pasado no fue más interpretado como una colección de experiencias de lucha y se convirtió en un fuerte sentido del deber alrededor de la defensa de los derechos humanos. De repente, tres décadas de Guerra Fría fueron borradas de la memoria coleciva”. El ejemplo de Alemania es elocuente en este sentido. Inicialmente, la derrota del Tercer Reich fue vivida como una humillación nacional producto de la privación de la soberanía y la división del país en dos estados enemigos. En 1985, sin embargo, el presidente de la Alemania Federal, Richard von Weiszäcker, definió el 8 de mayo, día en que los aliados aceptaron la “rendición incondicional” de la Alemania nazi en 1945, como un “día de liberación”.

El Holocausto funcionó, en este contexto, como una narrativa unificadora y como una especie de “religión civil” (es decir, como una creencia secular, en el sentido rousseauniano) para Europa a partir de los ’80, cuando el objetivo de formar una Unión Europea comenzó a consolidarse. El sentido fue sacralizar los valores fundacionales de las democracias liberales -pluralismo, tolerancia, los derechos del hombre, etc- cuya defensa toma la forma de una liturgia de la memoria que extirpa los viejos mitos de sangre y tierra (la patria, la bandera, el himno, el suelo, el pueblo) que, se entendía, habían llevado a Europa al desastre de las dos guerras mundiales, y sostiene la ilusión de una comunidad global creada sobre valores éticos.

Verónicas Torras, en su tesis inédita de licenciatura -citada por Mario Wainfeld- dice que “en 2003 el Estado se propuso a sí mismo -englobando en este gesto de contrición a los diferentes gobiernos democráticos desde el inicio de la transición- como quien debía reparar la impunidad que los partidos mayoritarios habían aceptado como ‘método de convivencia’ durante muchos años y como quien tenía la obligación de ofrecer una respuesta ética y política sin restricciones al reclamo de justicia del movimiento de derechos humanos. Incluso fue más allá: el kirchnerismo se autoinscribió en la estirpe de los organismos más emblemáticos y recuperó la dimensión nacional de la tragedia en los términos políticos que la mayoría de ellos suscribe (...) Lo que sucedió en 2003 no es que los organismos de derechos humanos ‘se corrieron’, como suele decirse, de su sitial de independencia, sino que el poder político se ofreció nítidamente, y por primera vez desde la restauración democrática, como vehículo de las luchas históricas que esos organismos habían mantenido de modo inclaudicable por más de treinta años.”

El 25 de mayo de 2006 Néstor Kirchner organizó un gran acto para festejar la fecha patria que ofrecería algunas novedades. Las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo compartieron el escenario con el Presidente, que en la foto más icónica de la jornada aparece abrazando a Estela de Carlotto. La dirigencia peronista se encontraba en un segundo plano, debajo de la escenografía y fuera de cuadro. En el discurso Kirchner expresó con vehemencia y un poco de desprolijidad por la emoción: “Hace 33 años yo estaba allí abajo, el 25 de mayo de 1973, como hoy creyendo y jugándome por mis convicciones que un nuevo país comenzaba, y en estos miles de rostros veo los rostros de los 30 mil compañeros desaparecidos que hoy vuelven a la Plaza de Mayo de la mano de todos nosotros.” Era la primera vez que se inscribía a sí mismo de forma tan contundente como heredero de las víctimas de la dictadura militar.

Este importante hito en la construcción -o reconstrucción- del orden en el nuevo siglo no debe ser relativizado. Kirchner aprovechó una correlación de fuerzas ventajosa, pero también demostró una fuerte valentía en un momento en que ni la sociedad ni la clase política reclamaban particularmente recuperar estas discusiones que se daban por saldadas. Este hecho, sin embargo, vuelve el proceso de re-mitologización de la historia reciente aún más significativo, especialmente porque esa nueva narrativa se construyó alrededor de las víctimas -los detenidos-desaparecidos- y la red de complicidades empresariales que posibilitaron el golpe -se empezó a hablar de golpe “cívico-militar” en lugar de solo militar, un arma simbólica que luego fue utilizada en el enfrentamiento contra el Grupo Clarín (más tarde, como en una especie de autoparodia, se le empezaron a agregar adjetivos al golpe casi hasta el infinito, golpe cívico-militar-mediatico-judicial-etc).

La discusión, desde un principio, se centró en problematizar la infame “teoría de los dos demonios” y las condiciones de la “lucha contra la subversión”. Es decir, se discutió en el terreno impuesto por los actores que, afines al golpe, aunque minoritarios, aún lo reivindicaban con excesiva sobrerrepresentación pública bajo consignas como la de la “memoria completa”. Esto, excepto honrosas excepciones, tendió a esconder en el discurso la verdadera traición de los militares genocidas: que más allá de librar una guerra o no, en igualdad de condiciones o no, contra jóvenes idealistas o contra terroristas ateos -todos estos eran los términos en el que se daba la discusión-, impusieron con las armas y con interferencia de una potencia extranjera un modelo de destrucción social y subordinación colonial que inició la decadencia económica argentina y que continúa hasta el día de hoy.

Una de las obras que mejor articula la potencia de este dispositivo narrativo triunfante y el consenso en torno al “campo de batalla” simbólico durante el período kirchnerista es El país de la guerra, de Martín Kohan, publicado en 2014. Tanto más significativo en cuanto Kohan no es ni nunca fue peronista ni tampoco es, estrictamente, un militante de los organismos de derechos humanos, aunque siempre sostuvo fuertes posiciones afines a esa causa. Es, en cambio, un gran escritor de ficción y crítico literario perteneciente a la tradición del pensamiento de izquierda y un lúcido exponente del desencantamiento de los mitos de orígen de la nación y su reemplazo por un tipo de narrativa neoliberal de los derechos humanos que matcheó muy bien con la sensibilidad del kirchnerismo. Por eso la operación es tanto más poderosa en cuanto se consolida como sentido común o como discurso “justo” capaz de ser sostenido desde posiciones opuestas o distantes políticamente -tal es, en el sentido gramsciano correcto, la definición de hegemonía.

En esa obra, Kohan empieza desprestigiando la versión “oficial” de las guerras de independencia de la Argentina como “guerra anticolonial” y como “guerra del don” (“la libertad que se conquistó en los campos de batalla es llevada a los otros países del continente y el potencial libertador argentino se eleva a la condición superior de Libertador de América”). En cambio, apoyándose en Juan Bautista Alberdi, plantea que ese mito de origen es una construcción espúrea de Bartolomé Mitre para consolidar su proyecto político, y que en cambio, las guerras de independencia de la Argentina deben ser leídas como un crímen y como una derrota. La gesta de San Martín nunca fue “continental” ni realmente emancipadora (“Aquella guerra, la que engendró la patria, es ya otra guerra. La épica dadivosa del que derrama la libertad se desactiva: no hubo tal cosa. Ni Chile ni Perú eran un objetivo (...) Nadie entonces nos debe nada”).

Esta operación inicial que desaloja el relato heroico del origen de nuestra nación habilita lo que es el centro de su operación relectura política, que no busca otra cosa que una intervención fuerte sobre el presente, desplazando a las guerras de independencia como nudo mítico de nuestra historia y posicionando a la década del ‘70 en su lugar. Esto lo hace a través de tres relatos, que toman centralidad en el libro: Rodolfo Walsh, enterándose del “enfrentamiento” (en realidad es una masacre) en el que su hija María Victoria muere, enfrentada a una desproporcionada fuerza del Ejército Argentino, una examinación de la figura diabólica de Videla y sus “silencios”, y un “contrarrelato” sobre la guerra de Malvinas.

Estos son los núcleos sentimentales fuertes que, para Kohan, constituyen el verdadero sentido histórico de nuestro país y donde se aloja realmente el sentido de “lo argentino”. No las gestas, no el anticolonialismo, no la libertad derramándose sobre el continente, sino la entronización de las víctimas, que son protagonistas de todos estos relatos, mistificadas bajo el manto siempre imposible de la “verdad histórica”: los miles de desaparecidos cuyos cuerpos nunca serán encontrados debido al pacto de silencio de los genocidas, los soldados que pelearon en Malvinas, chicos inocentes y agredidos, y la pequeña bebé de un año que María Victoria Walsh debe dejar sola en una cuna, en medio de la matanza, luego de suicidarse para no ser atrapada viva, punctum trágico del libro.

Las tramas y contra-tramas de la narración histórica recuerda que, en el inicio de los Juicios a las Juntas, durante el gobierno de Alfonsín, las organizaciones de Derechos Humanos no quisieron participar en la CONADEP porque su principal reclamo era la “aparición con vida”. El historiador Luis Alberto Romero rememora un acalorado debate entre Jorge Roulet, investigador del CISEA y cercano al gobierno radical, y Amanda Toubes, militante de Madres de Plaza de Mayo, que se zanjó abruptamente cuando el primero le dijo: “Ustedes (las madres) piensan solo en los desaparecidos, pero nosotros (el gobierno) tenemos que pensar también en los vivos” (citado en 1983: recuerdos y experiencias, en la revista PolHis, No 12, 2013).

Estos episodios -como también la potente militancia pública de Kohan en favor de la justa causa de los 30.000 detenidos-desaparecidos- son interesantes para ilustrar cómo el discurso de la memoria es susceptible de ser puesto en juego en la reinterpretación de la narrativa mítica de la historia argentina. A diferencia de lo que hoy se cree, y más allá de los desafíos burdos de los defensores de genocidas, es importante notar como este discurso sobre la memoria nunca podrá estar totalmente “suturado” por la existencia, mucho más sutil, de voces disonantes. Una de ellas es la de Claudio Tamburrini, detenido ilegalmente por la dictadura, fugado del centro clandestino Mansión Seré -episodio que inspiró el guion de la película Crónica de una Fuga. Tamburrini propuso en 2006 poner el poder punitivo del Estado en favor del esclarecimiento de la verdad y no solo del “juicio y castigo” a los represores, el cual percibía animado por una voluntad excesivamente “vengativa”, sugiriendo reducir penas a los militares que aportaran datos reales que permitiesen ubicar a los bebés robados que no habían sido encontrados hasta entonces o a los cuerpos de los todavía desaparecidos. Esta posición, que sostuvo públicamente con cierta fuerza hasta 2012, le valió cierto ostracismo por parte de las organizaciones de Derechos Humanos.

El dispositivo narrativo de los derechos humanos, en su traducción a “relato oficial”, observa equívocos más sutiles -y por eso, quizás más sencillos de observar- con el más espinoso tema de Malvinas, que a diferencia de la última dictadura militar se mantiene como un espacio abierto y en disputa incluso al interior del “campo popular”. La narrativa tradicional de la izquierda caviar ha vinculado la causa de Malvinas con la dictadura a través de la guerra de 1982. Este tipo de operación permite cierto vaciamiento del contenido soberanista del conflicto, ofuscando al enemigo externo (Inglaterra) y reemplazándolo por el enemigo interno (el Proceso). La conclusión natural a la que lleva esta línea es la de afirmar, como lo hace Martín Kohan, entre otros liberales [6], que “era preferible perder” la guerra, porque ganarla hubiese significado la prolongación de la dictadura, algo que, podría argumentarse, reduce una ocupación colonialista de 180 años a la contingencia de un gobierno particular -genocida, es cierto, pero particular.

La doctora en Letras Paula Salerno, en un artículo llamado Malvinas, entre dictadura e Independencia: la historia argentina en los discursos de CFK (2019) ha analizado de manera muy interesante la manera en que la causa Malvinas se ha construido en los discursos oficiales del kirchnerismo -especialmente de Cristina- reproduciendo este tipo de narrativa liberal sobre la guerra centrada en los derechos humanos -la inauguración del Museo Malvinas en la ex-ESMA, en este sentido, es un hecho simbólico significativo-, aunque no completamente vaciada de un sentido de soberanía. Este es el punto complejo, sin embargo, donde el discurso de centro-izquierda liberal se intercepta con el discurso de derecha liberal, o, por decirlo de otra manera, donde Martín Kohan se encuentra amistosamente con el Tata Yofre: Malvinas reducida a un mero intento de la dictadura militar por perpetuarse en el poder, Margaret Thatcher como una heroína de la democracia argentina, etc., y habilita un tipo de mirada que permite problematizar, con todos sus aciertos, los límites que la imaginación neoliberal progresista impuso en la autopercepción argentina y, por ende, la manera en que sobredeterminó el tipo de construcción política y el alma del peronismo.

Peronismo melancólico: ¿a dónde volver?

Más allá de estas importantes discusiones, y con todos los claroscuros del kirchnerismo, que ya en ese momento algunos de nosotros reconocíamos, cuando el 27 de octubre de 2010 nos sorprendió la noticia de la muerte de Néstor Kirchner la mayoría sentimos como la tristeza se irradió como un virus por el territorio nacional. Para muchos, que veníamos formados en cierto sentimentalismo pop de los ‘90, donde nada importaba mucho, y que habíamos vivido el estallido del 2001 con una mezcla de goce destructivo y terror, la llegada de Néstor al escenario político, sin votos, canchero, por descarte, había significado cierta ruptura sensible que nos había obligado a repensar la sociedad en la que vivíamos y a nosotros mismos.

Mariano Canal, en un corta pero intensa entrada en su blog, que con el tiempo se volvería profundamente representativa de lo que sentimos en ese momento y que resumiría el impacto de Kirchner en nuestras vidas, escribió al día siguiente: “Nos hizo, en estos años, más difícil el ejercicio libre de nuestro cinismo generacional, y eso es algo que le vamos a agradecer por siempre. Tuvimos que volver, obligatoriamente, sobre esa certeza grabada a fuego en los 90: todo es una mierda”.

La muerte de Néstor revirtió el escenario político, devolviéndole al kirchnerismo algo de su golpeado prestigio tras el conflicto con el campo, hecho que se había cristalizado en las elecciones legislativas del 2009, cuando la lista encabezada por Kirchner/Scioli cayó en PBA frente a Francisco De Narvaez. Ese año, las redes provinciales y locales del PJ parecieron reacias a las apelaciones de “superación” del peronismo que eran constantes desde el 2003 y mostraron un apoyo limitado a la hora de movilizarse cuando el gobierno las convocó, en varias oportunidades, a concentraciones públicas, un hecho que muchos actores del oficialismo no “pejotista” leyeron como una traición por parte de los intendentes que buscaron el voto local evitando ser arrastrados por la pérdida de popularidad de un gobierno nacional con el que ya no se sentían tan identificados.

Después de 2010 la clase media se “kirchnerizó” masivamente y a toda velocidad, aunque sin abandonar nunca del todo su constitutivo y atávico componente liberal y antiperonista, algo que también maximizó el efecto psicodélico en un clima festivo y arrogante que, aunque en retrospectiva es fácil ver que se empezó a deshilachar muy rápido, probablemente con la tragedia de Once del 22 de febrero de 2012, por efectos de la hibris del momento nadie supo detectar a tiempo. Cristina, que como candidata a la reelección no medía mucho más que sus rivales en ese momento, mostró, a la semana de quedar viuda, un despegue de 20 puntos en las encuestas nunca visto en la historia de la democracia moderna.

Un conocido y oscuro operador de Néstor por esos años interpretó, un tiempo después, el resultado de la elección del 2011 de esta manera, reforzando el efecto de arrogancia que quedará fijado en el horizonte emotivo del kirchnerismo incluso hasta nuestros días: “A ella hoy nadie le suma nada. Ni los jóvenes ni viejos, ni mujeres, ni chicos. Es ella la que suma, y nada más. Con el 54% de los votos podés hacer absolutamente cualquier cosa. ¿Scioli quiere irse? ¿no le gusta cómo lo tratamos? Y que se vaya, que renuncie. Cristina no lo necesita. Tampoco necesita a los de La Cámpora: en todo caso, son ellos quienes la necesitan”.

Para quienes habíamos ingresado al siglo XX peronizados por Duhalde pero sin referencias políticas firmes o prestigiosas (sin agrupaciones peronistas en las universidades, sin revistas, sin canales de TV, sin grandes figuras a las que mirar, con nulos espacios de militancia, etc) la nueva emocionalidad social fue una novedad rara. Un gran crítico cultural, amigo mio, con un ojo afilado, les llamó -y se llamó a sí mismo-, en un artículo canónico publicado el 30 de octubre de 2010, ahora olvidado, “kirchneristas del minuto 89”. El partido, que ya parecía estarse terminando entonces, iba a durar, con un poco de exceso, 15 años más.

Más allá de la táctica electoral y de la coyuntura emotiva, sin embargo, la desaparición de Kirchner desconcentró el registro de acumulación al interior del kirchnerismo. Es cierto que Néstor fue un frepasista de facto y, como tal, prolongó el loop neoliberal en la Argentina, despreciando al peronismo, rehabilitando cierto apego atávico hacia las referencias culturales “altas” pero desde hace mucho tiempo inoperantes de la pequeña anarcoburguesía de servicios y estableciendo las bases de un modelo económico que, montado sobre la estructura chamuscada del canon menemista, lo perfeccionaba con una redistribución de los excedentes del sector extractivista que se fantaseaba infinita. Sin embargo, ese primer ciclo siempre mantuvo sus contrapesos de “realidad”. La obsesión contable, esos míticos papelitos con números con los que, se decía, Kirchner andaba siempre en los bolsillos y que cifraban entradas y salidas de dólares, especie de canalización individual de la neurosis colectiva por los billetes impresos por la Reserva Federal, ayudaba a moderar la libre flotación de los efectos de irrealidad del microclima de clase media. También la “política sucia”, que Néstor manejaba a la perfección; las reuniones sin pausas con operadores e intendentes de lugares remotos que se extendían hasta la madrugada y de las que Cristina no sabía nada (“no molesten a Cristina”, decía Néstor), ese conocimiento intuitivo sobre quién era leal, quién era interesado y quien era definitivamente un traidor en el complejo territorio de la patria. Esos diques, esas correas de transmisión que conectaba al soberano con el pueblo, fundamentales para la gestión del orden político, fueron lo que partió con Néstor.

Lo que nos quedó fue una especie de superyó potente y amenazador, filtrado por las teorías de José Pablo Feinmann y la paranoia.

_______

Notas

[1] La desindustrialización de Argentina: una regresión global políticamente inducida, de Patria Laría, Verónica Rama, Ivana Rivero y Joaquín Rodríguez, publicado en H-industria, Revista de historia de la industria y el desarrollo en América Latina, Num 28, Sem I 2021, publicada por la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA

[2]“Un proyecto político con objetivos económicos. Los límites de la estrategia kirchnerista”, de Fernando Porta, Juan Santarcángelo y Daniel Schteingart, en Los años del kirchnerismo. La disputa hegemónica tras la crisis del orden neoliberal, de Alfredo Pucciarelli y Ana Castellani (2017)

[3] Ibid

[4] Para profundizar en este debate se puede ver: “Proyecto neodesarrollista en Argentina. ¿Modelo nacional-popular o nueva etapa del desarrollo capitalista? de Mariano Féliz y Emiliano López (2012), “Economía y política en la Argentina kirchnerista (2003-2015), de Andrés Wainer, en Revista Mexicana de Sociología, vol. 80 (2018) o “¿Neoliberalismo hegemónico? Apuntes sobre el Estado, el bloque de poder y la economía política en la Argentina reciente (2016-2018), de Leandro Bona, en Revista Pilquen, vol. 22 (2019)

[5] Para un análisis del ciclo de pobreza 1974-2006 ver “La pobreza en Argentina 1974-2006. construcción y Análisis de la información”, de Agustín Arakaki, en Documentos de trabajo 15, Agosto 2011 https://biblioteca.clacso.edu.ar/Argentina/ceped-uba/20161207020802/pdf_503.pdf

[6] En un artículo llamado “A dónde volver”, publicado en el número 32 de la revista Itinerarios, del Instituto de Estudios Ibéricos e Iberoamericanos de la Universidad de Varsovia, Martín Kohan escribe que “la sangrienta dictadura militar argentina, implantada el 24 de marzo de 1976 y ya ciertamente muy desgastada en 1982, habría encontrado una firme ocasión de prolongarse en el caso de que la guerra se hubiese ganado (...) ¿Qué héroes pueden verse consagrados en una guerra en la que era preferible perder que ganar?” (p.15). Este tipo de posiciones son replicadas extensamente por referentes del pensamiento de izquierda en Argentina. Un ejemplo es el artículo del historiador Roy Hora publicado el 30 de abril de 2023 en el diario Clarín bajo el título “Feriado del 2 de abril: el regalo envenenado del último presidente de la dictadura”

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